Conocí la felicidad a los once años. O eso es lo que me parece según mi recuerdo. Fui aceptada para ir a un campamento en Canadá. Ahora que lo pienso, no sé cómo fui tan valiente para irme dos meses a esa edad, pero fue la primera gran decisión de mi vida.
No conocía a nadie, ni al grupo de mexicanos que iba, ni a nadie allá, pero me fui. Recuerdo la playera amarilla con blanco de “The Return of the Jedi” con la que llegué al aeropuerto; los niños me envidiaban.
En el campamento, ubicado a mitad del bosque y junto a un lago helado, nos daban clases de natación, canotaje, tenis y artesanías. Hice una serpiente de barro y un cenicero para mi mamá, además de una pulsera de macramé.
Todas las niñas, en algún momento
, lloraron porque extrañaban a sus papás. Yo solo lloré una vez: cuando hubo que regresar. Eso, hasta la fecha, me enorgullece. También recuerdo las cartas de mi mamá, cada una con alguna historia nueva.
Había algunas en clave, otras escritas en forma circular. Pasó mucho tiempo antes de que cayera en cuenta de que ninguna tenía timbres postales; me escribió ocho o diez cartas para que no pasara una sola semana sin que yo recibiera un sobre, y se las entregó a quien era la responsable del grupo. Aún las tengo todas.
Es importante mencionar que era 1985 y la canción “We Are the World” sonaba a todas horas en las radios y televisoras del mundo. Casi para despedirnos del campamento, hicieron una noche musical en donde teníamos que hacer una representación de la grabación de “U.S.A. for Africa”. Cada uno de nosotros iba a encarnar a los cantantes que salían en el video.
Evidentemente, todas queríamos ser Cindy Lauper y los niños Michael Jackson o Bruce Springsteen. No tuve suerte. Una de las chicas que organizaba el evento me vio y decidió que por mi pelo largo yo debía ser Willie Nelson.
Obviamente, no tenía idea de quién era Willie Nelson, así que me dejé llevar por ella. Me hizo dos trenzas largas, me puso una camisa de rayas verticales y una bandana en la frente. Aprendí mi línea “As God has shown us by turning stone to bread”.
La canté como si no hubiera mañana: una niña de once años, mexicana entre cientos de canadienses, representando a un Willie Nelson que ya en 1985 estaba viejo. Fue un sueño.
Se acabó el verano, se acabó la diversión. Después de llorar a la hora de la despedida, regresé a México. Lo primero que le pedí a mi papá fue un casete de Willie Nelson; se rió muchísimo. Me compró el “Over the Rainbow” de 1981, supongo que pensó que sería el más adecuado para una niña. Me lo sé de principio a fin.
Hace poco salió el documental “The Greatest Night of Pop” acerca de cómo se grabó ese video. Por evidentes razones, no puedo ser objetiva con respecto a ese elenco, el año o la canción: lo disfruté muchísimo. Para mí, representa ese bosque, el lago, mi libertad, mis clases de barro, mi bandana.
Hoy en día celebro que Dylan siga de jeta, que Donna Summer esté en los escenarios, que hace unos meses pude ver, por fin, a Bruce Springsteen en vivo. Ya murieron Michael Jackson, Harry Belafonte, Tina Turner, Ray Charles y algunos más, pero Willie, quien inició mi camino por la música, sigue aquí y tengo la certeza de que, cuando se vaya, no será ni al cielo ni al infierno, sino al otro lado del arco iris.